UNA MASCOTA DIABÓLICA.-

Noté cómo su corazón se paraba y dejé de apretar el cuello. La ofuscación que me había poseído segundos antes, se evaporó de inmediato al ver el cuerpo del ave desmadejado, yerto, ya sin vida. No sentí la alegría y el alivio que estuve imaginando durante tantas jornadas, sino un vacío y una culpabilidad sin límites. Mis dedos se movieron acariciando aquel plumaje fuera de serie, tan odiado como precioso. A la par, cientos de imágenes de mi vida, compartida con aquel plumífero, pasaron por mi cabeza con pasmosa velocidad.

Guacamayo_azul


El año pasado tuve una época en la que me sentía terriblemente solo, como si el mundo estuviera lejos de mi alcance. Decidí comprar una mascota para aliviar la orfandad de compañía y comencé a visitar tiendas de animales. Pensé en adoptar un perro, lo descarté enseguida, tan escrupuloso como soy, odiaba tener que limpiar sus pelos y cacas; lo mismo hice con los gatos y roedores; quedaron pues, arácnidos, peces y pájaros. En una de las tiendas, al exponer mis dudas en voz alta, enseguida me ayudaron a disipar los titubeos enseñándome el ave más hermosa que jamás viera: un loro de tamaño gigantesco que me dejaron a mitad de precio, además de regalarme la jaula, comida para dos meses y unos cuantos artilugios para que el animal se sintiera feliz y contento allá donde fuera. Lo cierto es que no me dejaron tiempo ni para pensarlo; en menos de diez minutos estaba fuera del establecimiento con mi nuevo compañero, amén del equipo para su supervivencia.

Durante los primeros días se comportó como todos los pájaros, comiendo y bebiendo, aunque a veces le pillaba observándome fijamente, como si me estuviera estudiando a conciencia. Unas jornadas después se escapó de la jaula y anduvo por la casa posándose donde quiso y cagándose en los lugares que le parecían bien. No tuve que perseguirle y darle caza para que retornara a su jaula, sino que volvió a la misma voluntariamente, ya harto de juguetear por los rincones. Se mostraba extremadamente silencioso para ser un loro ─en la tienda no paraba de silbar y repetir algunas palabras─ y entornaba los ojos, echando miradas de malicia hacia mi persona. Parecía odiarme de veras.

Las escapadas continuaron y cuando regresaba a casa me encontraba la ropa de los cajones tirada por el suelo. Aunque me daba rabia tener que lavar y colocar todo aquello, todavía me admiraba más la destreza del plumífero en abrir y cerrar los cajones. Cambié la cerradura de la jaula. No sirvió de nada, ni tampoco el candado que le puse. Con el pico y las uñas era capaz de abrir los artilugios en un abrir y cerrar de ojos. Y comenzó el martirio. Una madrugada, sobre las dos, imitó el sonido del despertador, luego repitió la gracia a las cuatro y a las seis. Cuando me levanté estaba tan cansado que me costó llegar al trabajo una barbaridad. Estas acciones las repetía cuando le daba la gana. Me cambié de cuarto, atrancando la puerta: el loro se las ingeniaba para abrir una ranura por donde colarse dentro.

A sus muchas fechorías, ─a esas alturas tenía el salón medio destrozado: los cojines reventados, las estanterías desvencijadas, los libros picoteados y los adornos rotos─ añadió la de cagarse en mi comida. Esperaba la ocasión idónea escondido debajo de una silla o detrás de una cortina, en el más absoluto silencio, y cuando me disponía a servirme un plato de sopa o un bistec, aparecía de súbito llenándome el plato de cacas o tirándolo al suelo.

Intenté devolverlo a la tienda, pero no lo admitieron de vuelta, no lo querían ni regalado. Consulté a varios especialistas sobre el tema; todos sus consejos no sirvieron de nada. Pensé en donarlo a un centro de animales exóticos, y a punto estuve, de no ser por el comportamiento demencial que exhibió el día que le llevé: picó y atacó con saña a todos los empleados.

Ningún conocido quería cuidarlo durante un fin de semana o unos pocos días, por lo que mis vacaciones debía pasarlas donde fuera, acompañado de la diabólica criatura. Gritaba y chillaba imitando las voces de una mujer o un niño, según le apetecía, pidiendo socorro. Durábamos poco en cualquier camping u hotel. Siempre estaba vigilándome, acosándome. Pensé que me iba a volver loco.



Esta noche me ha arrojado un pisapapeles a la cabeza, con la clara intención de machacarme y este hecho ha sido la gota que colma el vaso. He acechado sus movimientos desde un armario donde me he escondido. Cosa rara, no se ha dado cuenta. Le he visto posarse en el brazo del sofá, su lugar favorito, y se ha quedado dormido. He tardado más de treinta minutos en acercarme a él sin emitir el menor sonido y lo he estrangulado. El fino cuello ha crujido entre mis dedos. Soy libre al fin, pero el precio es demasiado alto porque me invade la pena. Una cosa es cierta, en este periodo de tiempo no he pensado en la soledad ni una sola vez, y ahora ha vuelto mezclada con culpabilidad.

Por increíble que parezca el loro no ha muerto. Creí haberlo estrangulado pero mientras pensaba, perdido en mil recuerdos, le he estado acariciando el pecho, o sea, que le he hecho un masaje cardíaco en toda regla. Ha vuelto en sí y al abrir los ojos he visto en ellos algo que antes no estaba, una mirada de amabilidad, de puro agradecimiento por la nueva oportunidad. No parecía el mismo, aunque su plumaje turquesa brillaba igual que siempre.

Durante unos días se ha mostrado sumiso y silencioso, saludándome con vaivenes de la testa cuando me acercaba a su jaula. Hoy ha salido de la jaula y me ha traído las zapatillas, primero una y luego la otra, emitiendo unos alegres ladridos. Luego se ha sentado a mi lado y ha estado dándome conversación durante unos minutos, antes de que empezara mi serie favorita. Tendré que acostumbrarme a su nueva faceta. Este pájaro es una caja de sorpresas. Me alegro, al fin, de no estar solo.

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