Un nuevo encuentro blogger del grupo Hoy compartimos... que este
mes dedicamos a las mascotas, esos pequeños, o no tan pequeños,
seres que acogemos en nuestro hogar y que se convierten en parte
integrante del mismo, a los que ofrecemos amor y cuidados,
recibiendo de ellos cariño, diversión, compañía...
Quienes tienen mascotas coinciden en la sensación de recibir más
de lo que se entrega y en considerarlas como un miembro más de
la familia.
En casa de mis padres siempre hemos tenido mascotas que han
formado parte de nuestra infancia, sobre todo gatos y perros,
pero también hemos tenido conejos, pollitos, erizos e incluso un
pequeño jabalí que había quedado huérfano tras una montería.
Estos últimos no los teníamos en casa sino en el campo, porque
siempre hemos considerado una crueldad tener encerrados
animales no domésticos.
Hay pocas sensaciones tan reconfortantes como cuidar animales
salvajes heridos y dejarlos en libertad una vez se han curado.
Recuerdo una lechuza que cayó de la torre de la iglesia al balcón
de mi casa. Tenía un ala rota y no podía volar. Mi madre la estuvo
cuidando, alimentándola, hasta que un día echó el vuelo.
O ese pajarito que cayó del árbol porque aún no sabía volar y
que pusimos a buen recaudo en una rama para que su mamá
viniera a recogerlo ¿Os acordáis? (aquí)
La semana pasada me ocurrió algo muy tierno.
Al salir de la biblioteca me llamaron la atención los gritos de algunas
alumnas subidas asustadas a un banco. Me acerqué y pregunté.
Me dijeron que bajo el banco había un ratón y, en efecto, vi un
pequeño ratoncito de campo.
Debo decir que estoy acostumbrada a verlos porque me crié
en un pueblo.
Ciertamente pueden ser dañinos y son unas de las peores plagas
para la conservación de una biblioteca, pero me parecen lindísimos.
Además, el protagonista de esta historia era un bebé ratoncito.
No llegaba a medir centímetro y medio, sin contar el rabito, pero
no fue su tamaño lo que me demostró que era una cría. Era su
total desconocimiento del peligro que suponía para
él la proximidad humana.
Un ratoncito adulto huye raudo ante la proximidad del hombre,
es difícil verlo, más bien es el movimiento lo que te hace intuirlo.
Nuestro ratoncito era confiado. Puse la mano cerca de él y la
mantuve mientras se iba acercando.
Se subió a mi palma pero se escapó entre mis dedos cuando la cerré.
Aun así no huyó, se mantuvo cerca olisqueando.
Le pedí a las chicas, que me miraban ojipláticas (pobres urbanitas),
un vaso desechable limpio que tenían. Tras acercarlo al ratón y
mientras le hablaba, conseguí que entrara.
¡No ocupaba ni la mitad del fondo del vaso!
Aquí le veis en una fotografía que tomé con el móvil mientras le
llevaba a un pinar próximo con la intención de dejarlo en libertad
entre la hojarasca para que se camuflara y consiguiese pasar la
noche calentito.
Reconozco que por un momento pensé en llevármelo a casa, en
comprar una jaula de hamsters con rueda, unas pipas...
Imaginé la alegría de Javier al verle tan pequeño y
tan lindo...
¡En absoluto!
Fue sólo un fugaz e inapropiado pensamiento.
Un ratoncito de campo debe vivir en su hábitat natural,
el campo, en total libertad.
Distinto sería si se tratase de un animal doméstico.
Para ellos el amor y cuidado de sus dueños es fundamental.
Y para nosotros, los humanos, una responsabilidad que no
debemos eludir si decidimos integrarlos en nuestra familia.
Acoger una mascota debería ser un acto meditado y
una vez decidido, sin retorno salvo imponderables
realmente justificados.
Y, desde luego, nada de abandonos porque como
bien sabemos "ellos no lo harían".