Esta es la historia de John Gray, un humilde jardinero que viajó en 1850 junto a su esposa e hijo a la ciudad de Edimburgo en busca de una mejor vida. Gracias a los crueles inviernos que se habían vivido el suelo sufrió estragos y a causa de la erosión no podía seguir trabajado, así que se vio en la necesidad de unirse a la policía de Edimburgo como vigilante nocturno para no quedar desempleado; debía estar obligatoriamente acompañado de un perro guardián y para ello se le asignó un Skye Terrier, al que le puso como nombre Bobby. Éste perro no tardó en convertirse en su fiel amigo, quien lo acompañó por las frías y oscuras noches de invierno en Edimburgo.
Ocho años más tarde, el viejo John padeció diferentes enfermedades a causa del frío hasta que, el 15 de Febrero de 1858, murió de tuberculosis. Bobby se mantuvo inmóvil junto a su féretro durante toda la ceremonia fúnebre, pero todo el mundo se sorprendió cuando no quiso abandonar el cementerio de Greyfriars Kirkyard luego de que enterraran a John. Bobby nunca aceptó tener que abandonar a su amigo a pesar del mal tiempo que hubiera. El encargado del cementerio intentó en varias ocasiones desalojar al peludo amigo pero todos sus esfuerzos fueron fallidos: el perro siempre retornaba a la tumba del viejo jardinero. Al final, el encargado se dio por vencido y le construyó un pequeño refugio con tablas de madera junto al sepulcro de su amigo.
Bobby no tenía límites en cuanto a su inteligencia y astucia, todos los días a las 13:00 horas desde el castillo de Edimburgo se disparaba una salva de cañón para avisar a los ciudadanos que era la hora de comer, y el perro salía corriendo a Greyfriars place —un restaurante que solía frecuentar con su amo—, donde todos los días los esperaba un plato de comida. Al terminar siempre regresaba corriendo al cementerio junto a su amo, esto era algo que a mucha gente le gustaba presenciar.
Más de diez años habían pasado desde que Bobby realizara su rutina diaria cuando, en el año 1867, salió una ley que decía que todos los perros que no estuviesen registrados y autorizados previo pago de un impuesto serían sacrificados, debido a la alta proliferación de perros callejeros que podían ocasionar enfermedades y pestes. Bobby, al ser un perro muy querido, corrió con suerte ya que el alcalde de Edimburgo, Sir Williams Chambers, decidió pagar su licencia indefinidamente y lo declaró propiedad del consejo de la ciudad. Así se mantuvo Bobby durante 14 años fiel a su amo hasta el día en que murió sobre la tumba de su amigo. Un tiempo después un aristócrata de la ciudad mandó a esculpir una estatua en honor a Bobby, sus restos se encuentran enterrados a pocos metros de la tumba de su amo y tiene una pequeña lápida que dice: Que su lealtad y devoción sean un ejemplo para todos nosotros. El ejemplo de nobleza de Bobby forma parte del patrimonio histórico de Edimburgo, tanto así que su collar y su plato se conservan en el museo dedicado a la historia de la ciudad, la casa Huntly.
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Saludos amigos, hasta la próxima.