El plato de Sevrés



El coleccionista de cerámica sintió que el corazón le daba un vuelco. Al pasar frente a la pequeña tienda de antiguedades en realidad de baratijas, según la había catalogado al primer vistazo observó que un gato escuálido y roñoso bebía leche pausadamente en un auténtico plato de Sevrés, colocado en la entrada del establecimiento.


El coleccionista llegó hasta la esquina y después volvió sobre sus pasos, aparentando fastidio e indiferencia. Como quien no quiere la cosa, se detuvo frente al escaparate de la tienda y paseó la mirada desdeñosamente por el amontonamiento de chachivaches que se exhibían: violines viejos, mesas y sillas cojas, figurillas de porcelana, óleos desteñidos, pedazos de cacharros supuestamente mayas o incaicos y, en fin las mil y una menudencias que suelen acumularse en tiendas de esta especie. Con el rabillo del ojo, el coleccionista atisbó una vez més el plato en que bebía leche el gato. No cabía duda: Sevrés legítimo. Posiblemente del segundo tercio del siglo XVIII. Estos animales pensó el experto, refiriéndose a los dueños… no saben lo que tienen entre las manos.


Venciendo la natural repugnancia que le inspiraban los felinos, se agachó para acariciar el gato. De paso, examinó más de cerca la pieza de céramica. El coleccionista se dió mentalmente una palmada en el hombro: no se había equivocado. Sin lugar a dudas, Sévres 1750.



Michito, michito- ronroneó el coleccionista, al ver que se acercaba el propietario de la tienda.

Buenas tardes. ¿Puedo servirle en algo?

–En nada, muchas gracias. Sólo acariciaba al animalito.

Ah, mi fiel Mustafá… Está un poco sucio, pero es de casta, cruce de persa y angora, con sus ribetes de Manx. Observe usted que cola tan corta tiene. Eso lo distingue.

El gato, efectivamente, tenía sólo medio rabo; pero no por linaje, sino porque había perdido la otra mitad en un pleito callejero.

Se ve, se ve dijo el coleccionista, pasándole una mano enguantada por encima del lomo. – Michito, michito mirrimiáu…! Me encantaría tenerlo en casa para que hiciera pareja con una gatita amarilla limón que me obsequiaron. ¿No me lo vendría?

-No, señor. Mustafá es un gran cazador de ratones y sus servicios me son indispensables en la tienda.

Lástima- dijo el coleccionista, incorporándose. Me hubiera gustado adquirirlo. En fin, tenga usted buenas tardes.



El coleccionista hizo ademán de retirarse.


Un momento! lo llamó el propietario. ¿Cuánto daría por el gato?

¿Cuánto quiere? – le devolvió la pelota el coleccionista, maestro en el arte de trapicheo.

– Cincuenta pesos.

–No, hombre, que barbaridad. Le doy treinta y ni un centavo más.

Ni usted ni yo, cuarenta morlacos y es suya esta preciosidad de morrongo.



El coleccionista lanzó un suspiro más falso que un manifiesto político, sacó la cartera, contó los billetes y se los entregó al dueño de la tienda. Este a su vez los contó y se los guardó en el bolsillo. El coleccionista, siempre aparentando una sublime indiferencia, señaló el plato con la punta del bastón.

–Imagino que el animalito estará acostumbrado a tomar su leche en ese plato viejo, ¿no? Haga el favor de envolvérmelo.

–Como el señor disponga- repuso el anticuario. Sólo que le advierto que el plato cuesta diez mil pesos…

Diez mil pesos! aulló el coleccionista.

–Sí señor. No sólo es un auténtico Sévres, 1750, sino que además me ha servido para vender trecientos veinticinco gatos desde que abrí mi modesto establecimiento…

 

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