He querido publicar esto antes, pero me he volcado en el trabajo y el gimnasio de una manera frenética para no extrañarlo tanto, con muy pobres resultados debo decir.
Y es que Gandalf, mi gato adorado, tuvo que dejarnos el pasado 01 de abril.
Fueron casi 18 años maravillosos a pesar de su mal carácter, sus ataques endemoniados y su habladera imparable.
Su enfermedad renal se hizo cada vez más frecuente, dejó de responder al tratamiento, dejó de comer, dejó de beber y solo quería estar entre mis piernas o en la cama sin que nadie lo molestara. Estaba deshidratado y apático, con todo y eso se las ingenió para atacar a los doctores y formar tal berrinche que hubo que sedarlo para ponerle la vía y el suero. Creo que se hartó y decidió mandarnos a todos al carajo.
No sabemos aún si adoptaremos mas animales, no creo estar lista en este momento. Mientras, me la paso mendigando el cariño de otros gatos, como el de aquel gato gordo y negro de Los Palos Grandes al que le falta un trozo de oreja y duerme panza arriba en medio de la acera, o el de cualquiera de los 8 gatos que posee mi hermana en su casa (que no se acostumbran del todo a tales manifestaciones repentinas de afecto loco) pero ninguno se siente como Gandalf.
Siento que mi casa, ahora sin gatos (Zoe murió en 2008 ¿recuerdan?), ha perdido todo su encanto, ha perdido eso que la hacía especial, acogedora y bonita, ha perdido la capacidad de hacerme sentir a gusto y tranquila, de hacerme sentir creativa e inspirada. Y es que ¿cómo se supone que pueda alguien escribir algo decente sin un gato cerca?. Lo extraño y lloro en momentos como este, cuando solía dormir en mi silla mientras yo escribía sentada a su lado.
Hay en mi casa un silencio más allá de su silencio, un silencio que no es el de siempre, no es de calma, ni de paz ni es placentero. Es el silencio (y el vacío) que produce su ausencia.
Quien ha tenido y querido a una mascota sabe bien lo que se siente.
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