Luna, mi mejor guardaespaldas
Recuerdo como si hubiera pasado ayer mismo el día en que conocí a Luna. Era una soleada mañana de finales del mes de febrero. Nosotros estábamos de visita en casa de sus dueños para hablar de una serie de asuntos que carecen aquí de relevancia y mientras esperábamos en el jardín delantero a que la comida estuviera lista, apareció por allí junto a su fiel compañera Maya.
Se sentó cerca de mí y cuando acerqué mi mano para acariciarle la cabeza, levantó una de sus patas y la dejó caer con cierta delicadeza sobre mi mano (con toda la delicadeza que un mastín de 50 o 60 kilos puede tener). Desde esa jornada, no hubo un solo día que Luna no viniera a saludarme para que le rascara la barriga, le diera un buen puñado de pienso o me escoltara muy pegada a mi pierna mientras daba un pequeño paseo por la zona.
Pero no es por todo esto por lo que la recuerdo con cariño, que también, sino por lo que hizo una mañana en la que yo estaba muy triste por lo que pasó con nuestro querido Tokoro. Me encontraba sentada fuera de casa mirando hacia abajo. Ella se acercó a mí sin hacer ruido, se sentó enfrente y muy lentamente apoyó su cabezota encima de mi pierna, ladeándola despacito para que supiera que estaba allí conmigo.
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