Nunca he tenido que vivir el momento de despedida, cuando esa persona es capaz de acercarse a su perro, a su compañero, quitarle el collar y la correa y dejarle en un chenil gris, en un suelo frío, en un habitáculo solo, y salir sin mirar atrás.
Nunca he percibido los ladridos de dolor de esa manera, de desesperación, de incomprensión, clavándose en mi corazón como cristales rotos, sin poderme explicar por qué esos cristales no se clavan en el corazón que se aleja.
Nunca he presenciado una vida que termina para comenzar una agonía que en ocasiones no se puede superar, adoptado o no en otra familia. Ni he podido quedarme sin palabras para explicarle a un perro que su familia ya nunca volverá, con pensamientos sólo quebrados por un nudo en la garganta que enjugaba mis ojos. En la confusión, nunca he visto a un perro sentarse, esperando su recompensa: volver con la persona que le acaba de abandonar, sin entender que siendo un “buen chico”, no consigue obtener lo que espera y dejar este mal sueño atrás.
Siempre lo he condenado y lo he sentido, pero nunca podré olvidar ese dolor, esa pena, ese desasosiego, ese desgarro, de ver a un perro con la cara descompuesta intentar salir de un lugar donde nunca debió entrar.
Nunca, hasta hoy.